viernes, 14 de diciembre de 2007

La creatividad como herramienta de transformación

Enviado por Ana Botindari

La violencia es un grito de dolor no siempre emitido, a veces escondido en acciones sigilosas, o en palabras y gritos hirientes. Otras en acciones ruidosas, tremendamente destructivas que nos despiertan del sueño, la comodidad y la malicie, con la que nos defendemos del dolor propio, y del dolor ajeno. Y cuando el dolor explota en muerte, heridos gritos a causa de un atentado, una lucha entre hermanos, entonces eso, que es como una pesadilla, nos despierta y nos recuerda que el otro también es un ser humano vulnerable a las balas, el cuchillo, el garrote, la bomba.

El dolor hizo el camino de ida en muchos de nosotros, a traves años de odio, de impotencia, de frustración, de rencor, de resentimiento, la venganza y a veces la palabra no es suficiente para llevarnos a la transformación que posibilite desandar ese camino hasta llegar al núcleo del dolor: el ser humano vulnerable, necesitado de amor que alguna vez fuimos. La necesidad no explicitada es nuestro dolor no explicitado, y posterior violencia. Y la creatividad es el camino de regreso a casa, a quienes somos.

Soy una convencida de que la única forma que tenemos de transformar, es a traves del cuerpo, de acciones que involucren el cuerpo como herramienta y como receptor de la alegría, del placer, del entusiasmo, la potencia que significan utilizar el cuerpo y la mente para crear. Para abrir el corazón es necesario relajar la mente, dejarla fluir. El violento tiene el corazón endurecido por el miedo a ser maltratado, abandonado una vez más. El abandono, la indiferencia son violencia y están en la base de nuestra cultura, como una forma de huir del dolor propio y ajeno.

La creatividad nos permite utilizar todas nuestras emociones, placenteras o dolorosas, como material de una exprexión artística. Pavlosky decía que el arte es la única manera de darle un espacio no violento a nuestra locura. A nuestros comportamientos neuróticos: pienso una cosa, siento otra, y termino haciendo lo que ni pienso ni siento. Y también tengo sentimientos permitidos y sentimientos no permitidos ni aceptados...de este modo vamos hacia la desintegración. No sabemos quienes somos.Y esto nos hace violentos, nos violentamos a nosotros mismos, alejándonos de nuestros sentimientos, deseos, anhelos. La creatividad nos integra, por eso es sanadora.

El teatro, la danza, la pintura, nos permite jugar con toda esa locura que hay adentro y afuera de nosotros y en ese juego es donde sucede la transformación. Cuando comenzamos a tomar distancia de las emociones más paralizantes el jugar es posible y en el juego, la herida se transforma en un color, un movimietno, una expresión liberadora.


Les mando estos testimonios del grupo Crear Vale la Pena.... www.crearvalelapena.org.ar/nota6.htm, el de ellos es un ejemplo a seguir.
Cordialmente
Ana Botindari




La Argentina solidaria En vísperas de Navidad, un puñado de historias de argentinos que -a través del arte, el deporte, la educación o la acción comunitaria- piensan en los otros como semejantes
Probablemente no sean suficientes. Pero son más de lo que se suele sospechar. Artistas plásticos, bailarines, actores, músicos, que un buen día decidieron poner sus creaciones al servicio de aquellos que, por diversas razones, habían quedado en los márgenes de la sociedad. Tan simple como eso: utilizar las herramientas del arte para reparar algo del tan castigado entramado social. Las respuestas son concretas: pintura, escritura y danza producidas intramuros de las cárceles; espectáculos teatrales creados en barrios de emergencia y que logran insertarse en el circuito oficial e incluso viajar al exterior; murales que rescatan del gris las paredes ociosas de la ciudad y generan fuentes de ingreso para personas que hasta ese momento no tenían ni domicilio ni trabajo; fotografías, serigrafías, graffiti, historietas y emisiones radiales que, desde diversos barrios e instituciones, se empeñan en que la voz, la mirada y la dignidad sean un bien de todos.
A quienes llevan adelante estas iniciativas no les interesan los resultados espectaculares. "Cuando algo de lo que hacés produce una pequeña transformación, eso chiquito ya es enorme", dice la coreógrafa Andrea Servera, profesora de danza en la cárcel de Ezeiza. A continuación, tres casos representativos de una actitud que hace pensar en Los justos, aquel poema donde Borges concluye: "Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo".
Crear vale la pena: con pulso joven
Un camino que se encuentra por medio de la música, la danza y el teatro
La primera vez que tocó en público, al pianista Daniel Cerezo sólo le importaba una cosa: que su madre estuviera presente. "Yo soy lo que soy gracias a lo que me enseñó mi vieja, una persona que ni siquiera pudo terminar la primaria", comenta este orgulloso habitante del humildísimo Bajo Boulogne. Cuenta también que Zulema Merlo –su mamá– al principio no quería que fuera a los talleres que la Fundación Crear Vale la Pena había abierto cerca de su casa. El tenía 11 años y ella, simplemente, desconfiaba de ese lugar manejado por extraños que lo acaparaba tantas horas, tantos días a la semana. Pero él siguió yendo, especialmente entusiasmado por las clases de teclado. Con el tiempo, Zulema no sólo cambió de parecer, sino que se volvió una de las principales fans de su hijo artista. "Es que, de otro modo, yo jamás habría podido tomar clases de piano –continúa Daniel–. Ni habría conocido a Beethoven. O a Piazzolla." Guiado por su entusiasmo, hizo un recorrido veloz. A los 14 años ya tenía sus primeros alumnos de música. A los 17 le propusieron trabajar como coordinador y animador sociocultural en su barrio. Por supuesto, aceptó. "Aunque recién tres años después empecé a entender de qué se trataba", admite, divertido. Hoy, a los 22, profundiza sus conocimientos de piano con la concertista del Teatro Colón Fernanda Morelo, estudia psicología social y ocupa el cargo de responsable institucional de desarrollo en la misma institución a la que once años atrás se había acercado por mera curiosidad infantil. Además, sigue dando clases particulares. Pero no sólo a los chicos de su barrio: también se cruza a las Lomas de San Isidro para enseñar algo más que música en ese mundo tan diferente del de sus orígenes. "Hace poco mi profesora de piano viajó a Bariloche para dar un concierto en un hotel muy importante de allá. Casualmente, descubrí que los hijos del empresario que la había contratado son, a su vez, alumnos particulares míos –se explaya–. Suelo organizar conciertos en los que tocan todos mis alumnos: los de la zona rica y los pobres. El arte es para todos. Cada persona es un cristal en bruto que necesita ser pulido; sólo hay que encontrar sus potencialidades y desarrollarlas."
La bailarina, coreógrafa y socióloga Inés Sanguinetti es la presidenta de Crear Vale la Pena. "Todo empezó con un proyecto chiquito en La Cava, durante los años 90 –explica–. Desarrollamos un programa de inclusión social para jóvenes integrando la educación en artes y la producción artística. En este momento tenemos dos centros culturales comunitarios en la zona norte del conurbano, más de 800 alumnos, 60 docentes, muchos de los cuales se formaron en nuestra institución, y 30 personas que se capacitaron para trabajar en montaje de espectáculos en las áreas técnica y de producción. Gracias a este proyecto encontré un modo de ayudar a los otros. Y también de ayudarme a mí misma."
Inés se ocupa de la dirección de (Sordos Ruidos) Argentina es afuera, obra de danza, música y video en la que participan músicos y bailarines de La Cava y del Bajo Boulogne. Todos tienen entre 15 y 19 años. El trabajo se presentó en la ciudad alemana de Kiel, luego de que la Sociedad Alemana Ibero-Americana invitara a estos artistas a participar en el proyecto Kiel Aprendiendo del Sur. En la dirección musical participó Gabriel Espinosa, un joven habitante de La Cava que se acercó a los talleres en busca de apoyo escolar y terminó estudiando batería, bajo y guitarra. A los 25 años, logró hacer de la música su medio de vida. "Hubo una época en que vivía en un lugar que no tenía techo, con una pared sostenida por un palo –cuenta–. Pero todo eso me impulsaba a seguir adelante. Además, ahora soy papá, tengo mi propia familia", exclama, como haciéndose eco de la escena XII de (Sordos Ruidos) Argentina es afuera. Que se titula, justamente, "El dolor enfurece, sólo nos enseña el amor".
Arte sin techo: los murales
De cómo un pincel en la mano y una pared en blanco cambian la vida de gente sin hogar
Hubo un tiempo en que Juan Núñez era un hombre casado, con casa, trabajo, una familia. Pero una sucesión de calamidades lo fue arrinconando cada vez más. Y un día se encontró en la calle, despojado de todo lo que había sido y tenido hasta ese momento. Durante cuatro años fue una de las 3800 personas que viven en la ciudad de Buenos Aires sin domicilio fijo y durmiendo en la vía pública. Hasta que alguien le propuso pintar un mural. Y su vida empezó a cobrar sentido nuevamente.
Felicitas Luisi es la mujer que, en buena medida, está detrás del paulatino regreso de Juan al mundo de los socialmente incluidos. "Para mí, esto significó dejar la política de las bancas y los sillones para volver a la política como servicio a la gente", afirma. Un deseo que Luisi recién pudo empezar a convertir en realidad hace unos cuatro años, cuando impulsó el proyecto El camino de los murales. "Es que había algo en la campaña Paredes Limpias que a mí no me gustaba –recuerda–-. Por eso, relevé superficies ociosas en la ciudad y convoqué a estudiantes y muralistas con ganas de trabajar." A poco de andar, esta fervorosa defensora de aquello de que las paredes vacías no dicen nada decidió subir la apuesta e incorporó gente sin techo a los equipos de muralistas. "¿Cómo se saca a la gente de la calle?", continúa Luiis. "Por medio de la producción. Los paradores son una mentira; no basta con que las personas tengan un lugar donde dormir; hay que darles una ocupación concreta." Precisamente, eso fue lo que hizo. Se acercó a un merendero al que asistía gente de la calle y les ofreció trabajar en los murales. "Después, todo se fue dando", rememora. Se formó la cooperativa Arte sin Techo, que inicialmente congregó a 14 personas. El Gobierno de la Ciudad aceptó pagarles un subsidio a cambio de su trabajo en los murales. Los flamantes pintores se organizaron, consiguieron una casa, realizaron murales para agrupaciones barriales, escuelas, entidades privadas y municipales. Varios de ellos comenzaron a asistir a talleres de arteterapia; otros decidieron completar sus estudios secundarios, formarse como agentes sociales o seguir cursos de cooperativismo. Cobraron fuerza y se lanzaron al armado de una pequeña fábrica de bastidores, atriles y estampado. "Para reinsertar socialmente a una persona, hay que atender tanto lo social como lo interno de cada uno –explica Felicitas–. Con este proyecto buscamos dotarlos de un oficio y devolverles dignidad y expectativas de futuro. Es una tarea que el Estado no puede eludir. El Gobierno de la Ciudad genera 1800 millones de pesos de superávit y posee 3500 viviendas ociosas. Si iniciativas como la nuestra demuestran que pueden funcionar, ¿por qué no prestarles más atención?" Juan Núñez asiente. Pincel en mano, está trabajando en un enorme mural diseñado por el artista Ernesto Pesce. "Todos dejamos el corazón acá", dice. Y no siente vergüenza por las lágrimas que le encienden la mirada.
Ezeiza: mujeres en danza
Cuando el cuerpo en movimiento le abre un mundo nuevo a una mujer condenada
En la pantalla se ven flores, una merienda sobre el césped, mujeres con sombrero, con vinchas, con maripositas en las manos. Nadie diría que lo que se está proyectando es un documental filmado en una prisión de mujeres. Ezeiza es el nombre del film. Andrea Servera, la realizadora, es bailarina, docente, coreógrafa y responsable de un taller de danza que funciona en el Correccional N° 3 de Mujeres, más conocido como la cárcel de Ezeiza.
"Este es mi tercer año de trabajo en este taller, que se dicta en el marco de los cursos de extensión y cultura que la UBA da en algunos penales –comenta–. Desde que empecé, sentí la necesidad de tener algo concreto. No me alcanzaba con ir y dar las clases: quería dejar un testimonio de esa experiencia. Entonces hice este video de danza documental."
Para Andrea, lo más duro fue acostumbrarse a atravesar el ámbito carcelario cada día, antes de encontrarse con sus alumnas. "Pero una vez que empezaba la clase, todo cambiaba. Yo sabía que ellas esperaban ansiosamente mi llegada. Nos encariñamos mucho y creamos entre todas un espacio cómodo para trabajar." Por ejemplo, el patio. Andrea descubrió que la cárcel tenía un sector al aire libre, con césped, y decidió hacerlo suyo. Por eso el documental, que registra una de las tantas clases que dictó en ese lugar, está tan a contramano del imaginario lúgubre construido alrededor de los presidios.
"Al principio, la relación con las alumnas se daba sólo por medio de la clase de danza –cuenta–-. Luego, ya más en confianza, empezamos a hablar de otras cosas: la familia, los hijos, los amigos. Nunca intenté conocer las causas por las que ellas estaban allí. Para no juzgarlas por lo que habían hecho en el pasado; prefería verlas tal cual eran en ese momento: mujeres, como yo, ensayando posturas de baile. Y así pude darles todo lo que me era posible dar."
El documental se presentó en el Centro Cultural Rojas - UBA. Hubo muchas risas y emoción esa noche. Asistieron algunas de las protagonistas del video, favorecidas por el régimen de salida del correccional. También estaba Eliana Zúñiga, que hace dos años quedó en libertad, pero guarda más que vivo el recuerdo de sus clases con Servera. De hecho, es la primera becada de Ezeiza para hacer cursos en el Rojas. "Yo siempre digo que Andrea es mi estrellita fugaz –confiesa Eliana, con una sonrisa enorme–. Porque pasó, me dejó un deseo y se fue." El suyo es uno de los testimonios más conmovedores que se ven en el documental. "De chiquita, yo quería ser bailarina", cuenta, ya lejos de la pantalla. También rememora cómo llegó a la Argentina desde su Chile natal: a los 12 años, completamente sola, empleada como doméstica de una familia de Buenos Aires. A partir de ese momento, siguió un periplo duro, que la acostumbró a esto en lo que está embarcada ahora, a los 40: empezar, una vez más, de cero. "Estando presa no sos dueña de pensar, de sentir, de decidir. Adentro uno es como un niño: te dan de comer, te dan una cama, te dicen qué hacer, hay horarios fijos –cuenta–. Pero yo pensé: bueno, si Dios me puso acá, tiene que ser para que aprenda algo. Y decidí aprovechar para estudiar y para hacer esas cosas que afuera nunca pude hacer. Como aprender a bailar."
A la salida de la cárcel, a Eliana la esperaban su marido, sus cinco hijos y dos nietos. El tejido de amor que la sostuvo todo este último tiempo. Y al que sumó la nueva música que, una vez por semana, le aportaba su profesora de danza.
Por Diana Fernández Irusta